En la madrugada del domingo, 19 de septiembre de 2010, se producía la muerte (tan temida desde hace muchos meses) de José Antonio Labordeta, la gran figura cultural, social, política del Aragón contemporáneo. Fundador y presidente de Andalán, tanto en su etapa impresa (1972-1987) como en la actual, referente fundamental a la hora de hablar de la poesía y la canción, de la posguerra y el periodismo sobre ciudades y pueblos de toda España, y en especial de la Comunidad aragonesa.
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Su voz rota, triste y amarga levantó a todo un pueblo en épocas oscuras en las que resultaba difícil, incluso, alzar la cabeza. De pocos hombres puede decirse lo que no es aventurado decir de José Antonio Labordeta: que él solo reinventó un pueblo, que unas estrofas suyas reinventaron Aragón. Bien pudo ser él el autor de las palabras de Pablo Neruda cuando confesó que había vivido y escribió que «de estas tierras, de este barro, de este silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo». Dos canciones, dos simples pero infinitas canciones, ayudaron a delimitar las costuras sobre las que actualmente se asienta una tierra que durante demasiado tiempo se sintió invisible y abandonada, que vivió de espaldas a la vida, ahogada en su sequedad, derrotada en su victoria.
La primera, 'Aragón' (1974), marcó la frontera, el antes y después de un pueblo que había dejado de respirar; le devolvió la posibilidad de ser, de creer y de crecer: «Polvo, niebla, viento y sol, donde hay agua una huerta. Al norte los Pirineos, esta tierra es Aragón». Este quejido, que su autor escribió en 1970, logró que la sangre volviera a circular por un cuerpo antaño inerte que, ahora sí, quería ponerse en pie. La segunda, 'Canto a la libertad' (1975) —que dará la vuelta mundo y se convertirá en un himno universal contra las dictaduras—, fue capital para que quien acababa de ponerse en pie, de levantarse, quisiera andar, quisiera volar, ser libre: «Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad». La suma de estas palabras, la música de estas canciones, marcaron la topografía de un pueblo que ansiaba existir y existir en libertad.
Hizo de todo y todo lo hizo bien: con un compromiso ético de hombre de izquierdas y una honestidad, dignidad e intensidad incontestables. Siempre formó parte de esa «insólita cofradía de creadores pensativos, rebeldes frente a tanta opresión y tanta mediocridad», como recordó el catedrático y amigo Eloy Fernández Clemente cuando el cantautor recibió, el 23 de marzo de 2010, el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza. Pero sería asimismo injusto, además de falso, no reconocer que esas dos canciones, esos dos gritos, esos dos lamentos, y lo que representaron en su momento y siguen representando, todavía ahora magnifican, aún más si cabe, la vida y la obra del zaragozano más importante del siglo XX.
«Nací en Zaragoza en el año 1935 —ha dejado escrito el propio Labordeta— en el seno de una familia pequeñoburguesa e ilustrada. En mi casa igual se leía a Virgilio que a Lautremont. Tuve una infancia secretuda y llena de escondites donde guardaba mis ansias de ser un hombre. No fui un buen estudiante pero si un buen amigo de mis amigos. De mi hermano Miguel heredé el ansia de escribir y de mi hermano Manuel la de cantar. De mi padre heredé los silencios y de mi madre las desconfianzas hacia el ser humano. Escribí versos, reí con mis amigos y el franquismo me puso la cara seria hasta tal punto que, durante unos años, olvidé de reírme… Un día me puse a cantar, pero nunca me lo tome muy en serio porque estaba convencido de que ese no era mi oficio. Oficié en 'Andalán' con unos colegas inconscientes y seguí convencido de que lo mío era pasear por las mañanas en la Zaragoza gusanera… Ahora sólo me produce intranquilidad el fax. Lo demás, a mi edad, ya casi lo tengo todo controlado, menos la vida, naturalmente».
por FERNANDO BAETA
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